14 de febrero de 2011

AEROLINEAS LOMBARDIA (Por Fernando Alfonso Velasco)

Este es el artículo que Fernando Alfonso publicó en la Gaceta del Arañuelo del mes de diciembre, rindiendo un merecido homenaje a nuestro compañero más veterano en estas lides de patear el asfalto, D. VALERIANO LOMBARDIA ANDRES:

La coña estaba servida. Yo le vacilaba a Antonio: “Este año no quedo el último. Seguro. He untao a Cristobal con 100 euros y …”. Por las mañanas, en el rincón habitual del corto de café y prensa, el marathon man moralo me pasaba revista: “Que, ¿qué tal lo llevas?” me preguntaba, y yo le daba novedades. El tabernero de Valdehúncar asistía impasible, casi siempre, a estos encuentros esporádicos, a veces expectante, otras veces esbozando una media sonrisa guasona, desde la distancia en su rincón de As, con leche en vaso y puñetería dulce adicional. La fecha se acercaba y las dudas no desaparecían. En mi memoria permanecían indelebles imágenes de La Transiberiana y, oye tú, que en un momento dao, me planteé no tomar la salida. Si al recuerdo del sufrimiento padecido la primera vez unías las previsiones meteorológicas facilitadas por el correcaminos “He consultado una página web y dan 5 bajo cero para el domingo 19” –  la duda crecía aún más. Tú seguías saliendo a entrenar y notabas que ibas más ligero, que recorrías las distancias en menos tiempo y que los toboganes de la N-30 los hacías con menos agonía que antaño. Pero la cosa seguía ahí. “El año pasado ibas mu abrigao… deja que el cuerpo respire”, me dijo un policía local espigao, veterano en largas distancias. “Escucha a tu cuerpo” me dijo el campeón de España de maratón. “Regula, regula, dosifícate” me decía una vocecita interior, rememorando la lección que me dio la sombra de la que no logré despegarme en la primera edición.
El sábado anterior a la prueba me acerqué con el peque a recoger el dorsal al Multiusos. Allí, otros dos maratonianos menudos, escurríos, mínimos, me animaron a, simplemente, disfrutar de la carrera, sin más, apreciación que a esas alturas coincidía plenamente con mi objetivo. Al llegar a casa, bolsa de corredor en mano, me fui al dormitorio y, en soledad, cumplí el ritual: elegir el atuendo que luciría en carrera. Mis inseparables Nike Pegasus de tercera generación eran las alas elegidas para la travesía; calcetines naranja fosforito, gayumbos azul marino – mis favos –, pantalón negro medio pirata, interior amarillo de manga larga pero finito, térmico pistacho fosforito de manga larga, tupida braga negra de esquiar y cinta orejera para soportar el frío y el MP3. Ah, y los guantes que nos regaló la organización. Sí, este año correría acompañado de músicos y músicas. Ignoraba si la normativa – que nunca leo – prohibía correr musicalizao. Era mi último descubrimiento: armonizar zancada, respiración y sudores con el Tío Mark y un montón de amigos más. Cogí el 40, y con mimo, sin arrugarlo, lo adosé al pistacho con cuatro imperdibles. Al acabar, sentí que estaba listo. O casi.
La mañana de autos amaneció encapotada pero lejos de las previsiones agoreras de la temida pingüinada. Desayuné mediterráneamente y acto seguido me enfundé el envoltorio. A eso de las diez menos cuarto encaminé mis pasos hacia la línea de llegada, desde donde salían autobuses hasta la línea de salida. Al llegar, me dijeron que acababa de salir el último autobús y, a trote cochinero, regresé a casa. Tuve que ir en coche. El termómetro marcaba 7 grados, once más que el pasado año, y esto ya de por sí me animó. Bullicio multicolor. Viejos conocidos y muchas caras nuevas. Para abstraerme de todo, pulsé el on de mi querido bichito rojo y enseguida Carlos Santana me envolvió con sus narcóticos punteos de “Moonflower”. Repasé la estrategia: “Sal el último y olvídate de las sombras”. Pasé a saludar al barman valdehuncaro, el de la media sonrisa burlona, que tenía el chiringuito lleno de tíos en mallas, embragaos, y la barra a timbote llena de cafelitos y porras. Me largué echando virutas porque quería pensar sólo en disfrutar, este año sí, y para buscar una pared pa evacuar líquidos sobrantes  producidos por los nervios. Estaba escurriéndomela cuando, al girarme, vi alborotamiento en los aledaños del arco hinchable de salida – yo disfrutaba del piano de Diana Krall en ese instante –;  me quité un auricular y acerté a oír “Dos minutos para la salida…” No oí más. Me  enfundé de nuevo el achiperre y me encaminé al punto de partida. Allí saludé a mi querido Jose, el eterno vacilón del foro, pura chuletería andante, la voz del diablo. Yo traía el “no” preparado de casa y me reafirmé en mi decisión: “Vente con nosotros, que no he entrenao, que vamos a ir despacito…” Caramelo envenenao.  Me cercioré de que era el  último en salir e inicié la marcha con la marea baja. Ya al picar en el primer kilómetro me sentí cómodo, sin agobios. Y como no hay mal que por bien no venga, el equivocarme de nuevo de botón y parar del todo el crono, me vino de cine. En el kilómetro y medio contacté con Valeriano, leyenda viva del fondo moralo, al que pregunté si podía acompañarle. Su respuesta me sonó a algo parecido a un “Sube que te llevo”. (La de veces que nos habremos cruzado entrenando por el camino del Pinar. Y ahí estaba yo, chupando rueda de un referente para mí). Y de nuevo me asaltaron las dudas: “El año del frío gélido la cagaste por querer descolgar a tu sombra… ¿Y si este año te pasa lo mismo por seguir al gurú?” pensé por un instante. El hecho de tener el reloj inutilizado jugó a mi favor. Seguí conectado a la música hasta el km 5. Iba tan a gusto que lo apagué, y me concentré en el ritmo. Unas veces tiraba yo, otras tiraba él – la mayoría –, hubo tramos que fuimos en paralelo, pero lo sorprendente es que entre toboganes que parecían menos traicioneros que en la primera edición, la visita sorpresa de Miguel – el de Galo – con otros dos colegas de ruta en bici de montaña, recomendaciones del experto sobre cómo correr una maratón, información de los tiempos por kilómetro – “No puede ser Valeriano, ese reloj está mal” le decía yo – y una charleta más propia de barra de bar que de carretera serpenteante, así, por la cara, nos presentamos a la altura del cementerio millanejo con una frase histórica del veterano: “¡Uy, pero si ya estamos en Millanes!” Nos habíamos merendao 10 kilómetros, los más duros de la carrera, como el que se come una de orejas en el Manzano. Y eso fue lo increíble. Sin desgaste, al tran tran, siguiendo la milimétrica cadencia de tranco de un genial rodador, subido a sus alas, me llevó en volandas hasta el cuestorro matador – ¿Os acordáis? Yo sí –. Al iniciar la escalada, km 11, comenzaron a caer culos que habíamos llevado literalmente delante de nuestras napias durante los últimos siete kilómetros. El primero, el de una corredora madurita de uno de esos clubes que suenan igual de bien que el cordobés Rompe Piernas del 2009, Caracoles Veloces. Consejo exprés al pasar a la vera de la caracola: “Al final de la pared, comienza lo suave. Aguanta. No fuerces”. A dos suspiros de distancia llevábamos al zancudo de malla larga negra y térmico rojo; al llegar a la altura del milanista, en plena ascensión, nos pidió entrar en el dueto. Hubo un momento, en este tramo, que me pregunté si realmente íbamos subiendo o bajando. El correr redondo que me transfundió mi guía obró el milagro. Una vez coronado el otrora Everest, comenzó el llaneo. El corredor bicolor que hacía por primera vez una media, pagó la novatada. Nos aguantó casi tres kilómetros – a un ritmo que se demostró demasiado alto para él –, y luego, antes de enfilar la recta del km 15, se hundió. Nosotros a lo nuestro. El siguiente objetivo era alcanzar a una portuguesa que nos llevaba mareaos con el vaivén de negras mollejas. Bajadita del hospital y nos encaminamos hacia Prado Alto, la urbanización en cuya cuestecilla repusimos líquidos y marcamos el mejor tiempo de todo el trayecto: 5’ 08’’. Ya no había duda: esta media sería la de la espinita sacada. A la altura de la curva del Centro de Salud – km 17. 5 – saludé a mi compadre Luisvi, que al día siguiente me espetó: “¡Ibas más fresco que una lechuga!”–. Y así fue que en medio de la rotonda de Cetarsa, en el 18, me despegué de la nave nodriza y me arriesgué a volar sólo. El 6 aprobó mi insolencia aunque no pude evitar sentirme un poco culpable. Valeriano había sacado lo mejor de mí, y en una sola carrera me había dado una clase magistral. Hasta llegar a meta, ya confiado en acabar vivo,  repasé mentalmente lo ocurrido. Adelanté ¡por fin! a la portuguesa a la altura de Hacienda y disfruté de la subida a la urbanización bambera, agradeciendo las palabras de aliento de Germán Cerezal, mi DJ favorito, que me soltó que me quedaba “un ratino” para acabar con las subiditas. Ya de vuelta al pueblo sobrepasé a una mujer valerosa que podía ser mi madre. Mi ángel de la guarda de la Transi – Susi – aguardaba en un recodo por si acaso, pero no tuvo que ponerme la mano encima, sólo me preguntó cómo iba. Hasta la voz me salía convincente. Dejé a un lado a un joven corredor local, vestido de un largo luto riguroso, que iba andando, fundido, a la altura del Augustóbriga, acompañado de un ciclista de la organización, el mismo que nos preguntó que si queríamos agua allá por territorio comanche, en mitad del campo, entre preciosas encinas, tranquilas vacas y un feroz mastín que quería saltar la cerca pa hacernos picadillo. Me salió del alma animarle –  aún sabiendo que cuando vas tan fosfatinao nada te levante las piernas del suelo – y repetirle un mensaje parecido al que me gritaron a mí, aquel psicológico “Sufre, pero acaba”. El descenso transcurrió sin sobresaltos, sin adelantamientos, sin girar la cabeza por si alguna nave perdida me hacía el feo de dejarme clavado, sólo recibiendo voces de ánimo de conocidos. La entrada en meta la hice junto a mi heredero. Emocionado le besé hasta dejarle marcaos sus fríos mofletinos. Más besos y achuchones a los míos. Despiste. Alguien me sopló – quizá Óscar Castillo o a lo mejor Carlos Bianco – que tenía que pasar por el lector del código de barras que tenía el dorsal para recoger el tiempo. En ese momento, flotaba. La marca, esa obsesión contraproducente de muchos corredores, quedó en anécdota. Este año no hubo que tirar de depósito adicional, ni pasar angustia, ni sentir el motor de la ambulancia martilleándote en la cabeza, ni padecer un desfallecimiento, ni soltar alaridos al llegar a meta; no hubo necesidad de relajante muscular ni de compartir habitáculo de camillas con un ídolo amigo. Aguardé expectante a que mi mentor cruzara la línea para fundirme en un achuchón con él y decirle al oído, sudoroso y rogándome que le dejara coger aire, lo increíble que había sido la carrera. Y hoy, con el recuerdo aún fresco del bocata de lomo que me metí entre dorsal y espalda, con el agradecimiento a una organización humana de diez, con la visión de hombres y mujeres voluntarios volcados en agradar y con el buen sabor de boca del mazapán que me comí de camino a casa – detallazo navideño de Navalmaratón –, sólo me resta decirle al comandante Valeriano Lombardía que para este aprendiz de vuelos transoceánicos fue un sueño hecho realidad volar a su lado. ¡Gracias MAESTRO!

                                                           EL 40.

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